EL
MUNDO
25 mayo
2018
La
farsa de la privacidad en la era del exhibicionismo en Internet
Rodrigo Terrasa
Nunca antes habíamos expuesto tanto
nuestra vida íntima. Y, a la vez, nunca nos había preocupado tanto que invadan
nuestra privacidad. La UE quiere resolver esta paradoja con su nueva Ley de
Protección de Datos, que hoy entra en vigor
L'Alcúdia es un pueblo situado unos 35
kilómetros al sur de Valencia y unos 10.000 al este de Silicon Valley. Tiene 11.820 habitantes, aproximadamente 2.167
millones menos que usuarios activos tiene Facebook.
Es L'Alcúdia pero podría ser Anchuelo, en Madrid, que
apenas tiene 1.000 vecinos, o Marmolejo, en Jaén, que cuenta unos 7.000, o
cualquier otra pequeña ciudad en cualquier otro rincón del planeta.
En la plaza del pueblo está Pepe, Pepe Estrella, según su
nombre de usuario (perdón, su apodo). No tiene cuenta en Facebook, en su vida
ha abierto Twitter y nunca usó Whats App, pero tiene geolocalizados a todos los vecinos sin ni siquiera saber
qué narices es Google Maps. «Mira, ahí se ha hecho
una casa don José, el maestro; en la esquina está el horno de María la Coca y
justo al lado se acaba de comprar un piso Amparo, la de Pelagatos. Pobre, murió
su madre el otro día». ¿Y usted cómo se enteró? «Tocaron a muertos y en el bar
ya sabían que era ella».
Las campanas de la iglesia son las notificaciones de Pepe.
Cuando alguien fallece en el pueblo, redoblan a un ritmo más lento que cuando
marcan las horas. Si al final hay dos toques de campana aislados, es que ha
muerto una mujer. Si suenan tres, es que es un hombre quien ha abandonado el
grupo.
El nombre del difunto aparecerá horas después en el muro
(sí, el muro) que hay en el club social, en el mercado y en la calle principal.
Y en un rato la muerte de la madre de Amparo será tendencia en el pueblo. Como
cuando el hijo del frutero le puso los cuernos a su mujer -«con lo buen chico
que parecía»-, cuando se operó las tetas Remedios, la
Calabazas, o cuando la hija de Pepe Estrella se marchó a Madrid, ya ves tú,
«con lo bien que se vive en el pueblo».
·
¿Y aquí no usan las redes sociales?
·
Eso de Internet es más frío que hablar con la gente del pueblo.
¿Quién necesita eso, si aquí, de toda la vida, te enteras de todo en la calle?
«Facebook no es más que una
versión alternativa de esa comunidad. Los humanos están dispuestos a entregar
cualquier dato personal para llenar el vacío de la soledad y el temor
existencial, sobre todo en un mundo que rebosa de él. Si el simulacro puede
pasar como real, siempre tendrá éxito».
La frase (en realidad es un tuit)
es de Antonio García Martínez, ex gerente de producto en Facebook,
ex asesor de Twitter, periodista y autor del best
seller Chaos Monkeys, un
libro en el que advertía que para triunfar en Silicon Valley
era imprescindible ser un «sociópata».
Revise su correo electrónico, sus últimas notificaciones.
Durante las últimas semanas habrá recibido decenas de mensajes de presuntos «sociópatas» invitándole a aceptar los nuevos términos y
condiciones de cada una de las aplicaciones que suele utilizar. «Nos preocupa
tu privacidad», dice el asunto. Confiese que los ha aceptado todos sin ni
siquiera leerlos, como el 99,9% de la población.
Hoy entra en vigor el nuevo Reglamento General de Protección
de Datos de la Unión Europea (GDPR), que debería poner orden en la forma en la
que las empresas obtienen, guardan y procesan los datos personales de sus
usuarios en Internet y que, por tanto, debería proteger la intimidad de los
ciudadanos. Ya saben, su privacidad.
La ley arroja algo de luz, en definitiva, sobre lo que se
conoce como la paradoja de la privacidad. Nos obsesiona nuestra seguridad más
que nunca pero a la vez nos exponemos más que nunca. En palabras de Antonio
García, «la privacidad entra hoy en conflicto directo con los instintos humanos
más profundos en torno a la conexión y la comunidad».
¿Qué preferimos entonces: conservar nuestros secretos o
seguir conectados? ¿Nos preocupa realmente la privacidad? Y, sobre todo, ¿desde
cuándo nos alarma? Según el ex directivo de Facebook,
desde hace relativamente muy poco. «La privacidad es un invento moderno, no
tanto un derecho humano fundamental como una costumbre cultural. No aparece en
ninguno de los textos fundacionales que inspiraron nuestros sistemas de
gobierno y la palabra ni siquiera se conocía en inglés antes de 1814. Si le
hablaras de privacidad a un miembro de la tribu Kung
o a un aldeano francés del siglo XIX, no tendría la menor idea de qué le estás
hablando», ha explicado en varios mensajes de Twitter
Antonio García, que atribuye la repentina inquietud por la privacidad a quienes
han hecho de ella un negocio millonario. «El resto del mundo está dispuesto a
mostrar su lado más privado a cambio de una sensación fugaz de conexión humana.
Y es lo que hacen».
Hace unos años en Dinamarca se hizo un experimento con
cámara oculta en el interior de una panadería. A cada cliente que entraba a
pedir una barra de pan el dependiente le reclamaba a cambio su número de
teléfono, su mail, su dirección, su agenda de contactos, sus fotos... y, si se
despistaba, el panadero le acompañaba hasta casa. Todos los clientes se
escandalizaban. Moraleja: ¿Regalaríamos nuestros datos a cambio de una barra de
pan? Ni de broma. ¿Lo haríamos a cambio de una aplicación gratuita para el
móvil? Lo hacemos a diario.
«Sentados en el sofá de casa con el móvil en la mano
perdemos la conciencia de que hay personas detrás de tu teléfono», advierte
Liliana Arroyo, investigadora de la Universidad de Barcelona y experta en
impacto social de la tecnología. «Si es una persona la que te pide tus datos,
eres consciente de que estás siendo invadido. Cuando no ves unos ojos al otro
lado, pierdes esa noción. Tenemos la sensación de que es más peligroso darle
información a un ciudadano cuando es mucho más difícil rastrear lo que lanzamos
al universo digital».
La historiadora americana Sarah Igo
escribió un libro llamado The Known
Citizen (El ciudadano conocido), en el que repasaba
la historia de la privacidad en la América moderna, desde la definición del
término en 1890 como «el derecho a estar solo» hasta los primeros registros de
la Seguridad Social pasando por las primeras casas con tabiques. «Hasta que no
se hicieron las primeras letrinas separadas no existió el concepto de
privacidad», retrata también Arroyo.
El ensayo de Igo refleja cómo la
sociedad americana pasó de la indignada resistencia ante las primeras
iniciativas de la Policía a tomar las huellas dactilares a la alegría con la
que hoy se las regalamos a Apple para desbloquear nuestro iPhone
una media de 80 veces al día. Decían en el FBI que estaban encantados con la
llegada de los smartphones porque si ellos hubieran
ideado un sistema de rastreo tan eficaz, nadie lo habría tolerado jamás.
«El concepto de privacidad ha cambiado definitivamente a
nivel cultural, sobre todo porque no hemos entendido aún que cuando te dan un
producto gratis es porque el producto eres tú», reflexiona Arroyo. «A golpe de
escándalos, empezamos a ser conscientes de los riesgos. El problema es que si
no quieres jugar a este juego, te quedas sin tablero porque la sociedad actual
nos ofrece pocas alternativas».
Se han hecho varios estudios preguntando a los usuarios si
estarían dispuestos a pagar una cantidad simbólica por usar Facebook
o Whatsapp a cambio de que no se usaran sus datos
privados. Absolutamente todo el mundo respondió que no. Uno de esos estudios lo
firmó Cristina Miguel, profesora titular de la Universidad de Leeds. «Nadie se lee la política de privacidad de una red
social. La gente acepta sin más porque prioriza el beneficio de la conectividad»,
apunta.
Según el abogado especialista en Derecho de las Tecnologías
Jorge Campanillas, «la sociedad se ha acostumbrado al uso de herramientas muy
buenas y gratuitas y se ha despreocupado de la letra pequeña aunque le aterren
los casos particulares».
Asegura Cristina Miguel que después de unos años de
experimentación y exhibicionismo, hemos llegado a un punto de aprendizaje y
vamos hacia "una representación de la identidad mucho más curada". El
camino hasta aquí ha sido, sin embargo, asombroso. "El cambio a la hora de
compartir nuestras vidas ha sido fascinante", asegura desde EEUU la
escritora Katrina Gulliver. "La gente siente que ya no debe ser juzgada
por nada de lo que hace y eso se une a un nuevo narcisismo. Internet te permite
presumir de una manera que nunca antes existió y en los próximos años veremos
si la generación que creció con Facebook no tiene que
lamentar la cantidad de detalles que compartió".
De nuevo atrapados en la paradoja, arrastrados por lo que
tres investigadores coreanos catalogaron como «la fatiga de privacidad», es
decir la sensación de cansancio psicológico que nos provoca nuestra falta de
habilidades para gestionar eficazmente nuestro anonimato en el laberinto de
Internet y las redes sociales.
«Necesitamos generar una nueva cultura digital para dejar de
aceptar condiciones con alegría», dice Liliana Arroyo, optimista, pese a todo,
pese a aquella frase de Mark Zuckerberg en 2010,
antes de que se le acumularan los dolores de cabeza: «La privacidad ha dejado
de ser una norma social», aventuró.
Quizás el concepto de privacidad no ha cambiado, sólo ha
cambiado el tamaño de la plaza del pueblo. «Antes, en tu pueblo, todo el mundo
sabía que eras el hijo de la Carmen pero fuera de allí nadie te conocía. Y te
morías y se acabó», asegura Jorge Campanillas. «Hoy te mueres y tus datos se
almacenan, nada se pierde. Hoy nunca sales del pueblo, porque el pueblo es
global».